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El derecho a denunciar

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Por Carmen Contreras*

En la revisión de la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer establecida en 1993 por la Asamblea General de las Naciones Unidas se definió la violencia contra la mujer como aquella dirigida a la condición femenina y por primera vez logró el consenso, como acuerdo internacional, que este tipo de violencia  tiene como origen el género y que su existencia va en contra de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Al mismo tiempo definió los tipos de violencia contra la mujer, mismas que han sido adoptadas en distintos marcos jurídicos en México. Estas son las definiciones:

  • La violencia física, sexual y psicológica que ocurre en la familia.
  • La violencia relacionada la violación marital, mutilación genital femenina y otras prácticas tradicionales en perjuicio de las mujeres.
  • La violencia no conyugal y violencia relacionada con la explotación.
  • La violencia sexual y psicológica que ocurre dentro de la comunidad, incluyendo la violación, el abuso sexual, el hostigamiento sexual, y la intimidación en el trabajo, en las instituciones educativas, y en cualquier lugar. También el tráfico de mujeres y la prostitución forzada.
  • La violencia sexual y psicológica perpetrada o tolerada por el Estado.

A partir de estas definiciones -y las de la Convención Belém Do Pará-, la legislación de la Ciudad de México y la federal, han enfocado mejor los delitos sexuales y sus causas sociales para incluir el tipo penal de hostigamiento sexual, abuso sexual y, de manera más reciente, la violencia sexual ejercida en medios de comunicación digital al compartir fotos íntimas sin consentimiento de la persona. Esto último afecta principalmente a las mujeres jóvenes, adolescentes y niñas.

En la Ciudad de México la Constitución contempla el derecho que tienen las víctimas de agresión a recibir atención médica, asesoría jurídica, a la reparación el daño causado y a coadyuvar con el Ministerio Público para la resolución de una denuncia.

De igual forma, la violencia física y psicológica que se ejerce dentro de la familia se considera un delito (antes de 1997 no lo era) y actualmente existe la obligación de las y los servidores públicos en los ámbitos de procuración y administración de justicia de establecer medidas de protección y asistencia a las víctimas.

En la Ciudad de México las mujeres jóvenes en el ámbito de la educación superior han puesto en evidencia la violencia sexual como el acoso y el hostigamiento por parte de profesores y autoridades educativas. Aunque no es un problema nuevo, sí es un logro reciente que se sancione este tipo de violencia.  Vivir en una metrópoli como la capital del país permite construir redes de actores políticos que impulsan la discusión pública sobre los medios y recursos que tienen las instituciones académicas para erradicar, sancionar y atender adecuadamente el acoso y hostigamiento sexual contra las estudiantes.

Esta discusión también ha llevado a pensar cómo se presenta la violencia contra las jóvenes en fronteras no definidas entre las instalaciones de un plantel, los trayectos para llegar de la escuela al transporte público, la esfera de las redes sociales y, con la pandemia, en las aulas virtuales. Me refiero aquí a los casos de muchas estudiantes -y del mío propio cuando lo fui- que son seguidas por sus profesores de camino a sus casas o a las paradas de transporte público para saber en dónde viven, si se encuentran con alguien o hacerles comentarios sexuales fuera del territorio de la escuela. La separación de lo público y lo privado es difusa y las medidas para abordar la violencia deben tenerlo en cuenta.

La limitante, para que estas discusiones rindan frutos en mecanismos institucionales en cada escuela de educación superior es de tipo cultural ya que se desestiman los testimonios de las mujeres, se sigue pensando que las jóvenes mienten (por ser jóvenes) o que manipulan la información para obtener consideraciones. A pesar de que el Código Penal en la Ciudad de México sanciona las declaraciones falsas ante una autoridad, existe la creencia de que es sencillo mentir para manipular un escenario desfavorable para la alumna.

Por ello es que la exigencia de “denunciar” ante una autoridad en relaciones asimétricas de poder es insensible. Como sucede en el ámbito laboral, no es sencillo denunciar a un agresor respaldado por una institución académica de la que surgen posteriores relaciones profesionales.   El cálculo sobre costo-beneficio de la denuncia “formal” por acoso y hostigamiento resulta en el silencio o la espera de un clima mejor para hablar.

Un ciudad que hace efectivos los derechos de las mujeres jóvenes tendría que responder formando espacios seguros, discretos, accesibles para la denuncia y colaborar con las instituciones académicas. De lo contrario la respuesta será burocrática: “si no hay denuncia no hay intervención”, como si el derecho a denunciar tuviera una sola dimensión.

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Texto y fotografía: Carmen Contreras 

 

*Directora de Perspectivas de IG y Consultora en Desarrollo Urbano con Perspectiva de Género

@Utopia_Urbana

 

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