Por Eugenia De Grazia*
Hace poco, durante un taller en un barrio latinoamericano, algo llamó poderosamente mi atención.
Organizamos un ejercicio en el marco de un proceso de mejoramiento integral de barrio, e invitamos a una comunidad a visualizar cómo les gustaría que fuera este espacio en el futuro: si propondrían que hubiera vivienda adecuada, parques, banquetas, agua potable, entre otras cosas. Una mamá venía acompañada de su niña. No tendría más de diez años y me miraba con ojos curiosos, así que me acerqué para conversar con ella. Me dijo que se llamaba María (nombre ficticio). Cuando le pregunté si cambiaría algo de su barrio, con la misma mirada vivaz y sin timidez, me respondió:
“Nada”.
¿Cómo era posible que María no quisiera cambiar nada de su barrio? Las calles eran caminos sin asfaltar donde podría caer y golpearse con una piedra, no había red de saneamiento para las aguas residuales ni alumbrado público, las casas estaban construidas con materiales no duraderos, el acceso al agua potable solo estaba disponible de once de la mañana a seis de la tarde, a través de una toma externa común para 30 familias. A priori, las condiciones del barrio lo clasificaban técnicamente como un asentamiento precario. Sin embargo, ella no quería cambiar nada.
Juntas imaginamos cómo sería si su barrio tuviera un parque, calles pavimentadas, unas bancas para descansar a la sombra de un árbol, luz en las calles, casas construidas con materiales resistentes con techo, paredes y puertas firmes, seguras y sin agujeros. Le propuse que su barrio fuera más colorido, que nos imaginara pintándolo. Pero María seguía mirándome y negando con la cabeza. Quería
mantener su barrio tal como lo conocía.
Cuando el desarrollo es desigual, un barrio precario se convierte en el hogar de una niña. Los barrios deben ser seguros, contar con escuelas que garanticen el acceso a la educación, espacios de juegos infantiles, centros de salud, comercios… Sin embargo, en el barrio de María, faltan maestras en las escuelas, no hay áreas infantiles de ocio, el único parque -que abre solo en fin de semana- es usado por “hombres que juegan pelota y toman cerveza”, y algunas mujeres, como su mamá, no pueden acceder a la propiedad de la vivienda debido a las condiciones precarias de sus empleos, a los que tienen que desplazarse en motocicleta, con un alto riesgo de sufrir robos y violencia en el camino.
Cuando el desarrollo es desigual y una niña se queda sin el derecho a imaginarse un barrio mejor, algo no está funcionando. Y nos estamos esforzando para que esto cambie, pero aún no es suficiente. Mientras existan niñas, como María, que normalicen la precariedad y la desigualdad de un barrio, tendremos que seguir actuando para que las cosas cambien. El desarrollo debe ser compartido y repartido. Y para que sea sostenible, es indispensable acabar con las desigualdades e incluir el enfoque de género, ya que solo el 24 % de los indicadores específicos de género tienen datos disponibles de los últimos diez años (Banco Mundial).
Los procesos de urbanización rápidos y desordenados causan segregación espacial y la creación de polígonos de precariedad socio-territorial gobernados por la desigualdad. Esto ha tenido implicaciones profundas y complejas en la violencia contra las mujeres y las niñas en los espacios públicos.
A partir del análisis de indicadores y datos existentes en América Latina, se puede establecer que la violencia contra las mujeres a nivel comunidad ocurre en su mayoría en calles, parques y, en menor medida, en autobuses, taxis o en el metro.
En México, de acuerdo con datos de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (INEGI, 2019), las mujeres sufren el 91.8 % del hostigamiento sexual y el 82.5 % del delito de violación. Estos delitos ocurren principalmente en la calle (42.7 %) y en el transporte público (32.2 %). En 2019, más del 50 % de los homicidios de mujeres se cometieron en espacios públicos (ONU-Mujeres).
En Costa Rica, un estudio realizado por la Escuela de Estadística de la Universidad de Costa Rica reveló que 6 de cada 10 mujeres han sido víctimas de acoso sexual en los espacios públicos. Para enfrentar este problema, se han presentado propuestas de ley para regular y castigar el acoso callejero.
En República Dominicana, el 39.2 % de las mujeres ha sufrido violencia en el ámbito comunitario a lo largo de su vida (ENESIM, 2018), de las cuales un 84.3 % declaran haber sido víctima en calles, parques o playas.
Estas cifras impactan en el acceso al espacio público por parte de las mujeres y las niñas, que por razones de seguridad reducen su movilidad, se ven obligadas a cambiar las rutas cotidianas, realizar menos actividades educativas, profesionales, sociales o de ocio y, en consecuencia, impactan de manera negativa en su calidad de vida.
Mucho ha cambiado, pero seguimos viviendo la desigualdad contra mujeres y niñas. Hay mujeres y niñas que ven violados el derecho a la seguridad de su persona (art. 3 Declaración Universal de los Derechos Humanos) en el espacio público y en el transporte. Por ello, es nuestro deber seguir estudiando, monitoreando, actuando e informando para acabar con esto algún día, espero no muy
lejano, en Latinoamérica y el mundo.
*Eugenia De Grazia
Oficial de Programa, ONU-Habitat