Por Ignacio Kunz Bolaños*
En la pasada contribución se habló de que el suelo es un elemento clave para la producción eficiente y eficaz de vivienda y que uno de los principales obstáculos para la industria de la construcción es la falta de una política de suelo que evite la especulación y promueva una oferta de suelo asequible para los desarrolladores inmobiliarios. A esta carencia de política se suma una planeación vetusta que no sólo no es capaz de generar suelo asequible, sino que impone una lógica que estimula la especulación y lo hace excesivamente caro.
En esta colaboración voy a reflexionar sobre los sí/no trágicos de la planeación urbana en México. Me refiero a que los planes básicamente establecen “puedes hacer esto y todos lo demás no lo puedes hacer”. Es correcto que en ciertas localizaciones se establezcan prohibiciones para algunas actividades, mientras que otros usos sí son autorizados, esto no es lo que se cuestiona. Existe una amplia franja, representado por el rectángulo gris en la gráfica, en donde algunas actividades prohibidas serían convenientes bajo ciertas condiciones, pero la planeación urbana en México no cuenta con los instrumentos para resolver estas situaciones, como sería fijar las condiciones normativas específicas para el caso.
¿Cuál es la reacción de los interesados en invertir en una actividad calificada como prohibida en una zona de la ciudad? ¿Se resignan y desarrollan sólo lo que se les permite? Sabemos que no es así y que casi siempre existen las vías para mover la línea negra vertical hacia la izquierda, lo que no nos conviene ni como ciudad, ni como sociedad.
Como ciudad no conviene porque no se imponen las condiciones o restricciones para que ese uso que no estaba permitido, con o sin justificación, minimice sus impactos y se inserte en esa área de una manera armónica. Como sociedad tampoco conviene porque supone una serie de mecanismos que se alejan del estado de derecho.
Un ejemplo típico de la situación descrita es la declaratoria de una zona de protección ambiental, en donde el interés colectivo señala la necesidad de no urbanizar esa área, sin embargo, el interés de los propietarios apunta en dirección contraria, la de aprovechar el suelo de la manera más intensivamente posible. La prohibición del aprovechamiento puede llevar a dos tipos de soluciones, ambas precarias desde el punto de vista social. Una de ella es la formación de alianzas, quizá sería mejor decir contubernios, con la autoridad para lograr las autorizaciones, sin condiciones, sin pago de contraprestaciones al menos por arriba de la mesa, y con alto costo ambiental y social. La otra es vender el suelo para su ocupación irregular con las consecuencias ambientales, sociales, públicas y urbanas que eso supone.
Ahora imaginemos que contamos con instrumentos formales y transparentes en donde se pueda dar una negociación con los propietarios, en los que no se les va a permitir el uso intensivo que buscaban, pero sí otras actividades que les puedan ser redituables sin comprometer los servicios ambientales de la zona. Lo que puede ir desde aprovechamientos ecoturísticos como campamentos, senderos para caminar, área de seminarios (con diseño y materiales ambientalmente amigables) hasta usos más intensivos, como sería un desarrollo campestre de muy baja intensidad de ocupación, con obligaciones como captura de agua pluvial, tratamiento y reaprovechamiento de aguas residuales y restricciones en el uso de materiales, entre otras condiciones.
Las nuevas preguntas son: ¿En qué nivel deben establecerse las restricciones?, ¿qué tanto se debe permitir y que definitivamente no? Todo depende del contexto específico del área que se busca conservar y de los objetivos que se persiguen con la conservación.
Hay un segundo tipo de situación en donde contar con instrumentos de negociación puede llevar a acuerdos en los que se optimizan las soluciones. Se trata del conflicto entre dos particulares, los límites fijos y dramáticos de la norma urbana seguro benefician a alguna de las partes (digamos que se trata de A) y asignan todos los costos a la otra (la parte B). Cuando es muy probable que las actividades de B sean tan legítimas y tengan el mismo o mayor valor social que las actividades de A, no obstante, el plan define a favor de una de las partes.
Desde hace más de 80 años se ha abordado esta problemática de la asignación de los derechos de propiedad y de las soluciones en situaciones conflictivas, lo que dio lugar a los planteamientos de Ronald Coase en su trabajo seminal sobre el Costo Social, y a la conocida Teoría de Juegos. Desde entonces y a lo largo de estas más de 8 décadas ha quedado claro que las soluciones colaborativas, esto es, en donde los diferentes actores que participan asumen una parte de los costos, llevan a resultados óptimos para el conjunto de participantes. En términos más coloquiales es como organizar una fiesta en donde cada uno de los invitados y el anfitrión aportan algo. Y también aplica para los conflictos interpersonales en donde la mejor solución es un acuerdo intermedio entre las pretensiones de las partes.
Tristemente la planeación urbana en nuestro país no contempla instrumentos para establecer las negociaciones y fijar acuerdos en un contexto de transparencia y con reglas claras. Por lo que tenemos que sufrir la dictadura de normas que imponen una asignación de derechos de desarrollo inequitativa y que termina promoviendo soluciones extralegales y que muchas veces ni siquiera se justifican técnicamente, sino que son ocurrencias del planificador.
Este texto forma parte de la 2º edición de Revista Futuros Urbanos
*Ignacio Kunz Bolaños
Universidad Nacional Autónoma de México