Por Enrique Téllez*
Según la Sociedad Hipotecaria Federal, el precio de la vivienda en México se apreció 8.4% en el primer semestre de 2025, con un valor mediano que supera los $1.8 millones de pesos —un dato que explica, en cifras, la tensión estructural que hoy enfrenta el mercado y que empuja soluciones residenciales distintas.
Cuando el precio de la vivienda sube con rapidez y los ingresos no lo acompañan, la mudanza deja de ser una elección estilística para convertirse en una ecuación económica. En ese escenario surgen las microcomunidades verticales: proyectos que, más allá de vender metros y amenidades, permiten permanecer en barrios consolidados con un ticket de entrada distinto al de la vivienda horizontal tradicional.
La ciudad contemporánea deja de ser un mosaico de casas aisladas para ser un entramado gradual de microcomunidades verticales que reconfiguran cómo se produce y se protege la plusvalía urbana. En el poniente de la Ciudad de México —Santa Fe y Bosques de las Lomas— la transformación viene desde adentro: no hablamos solo de metros cuadrados, sino de tejido social.
Lo que distingue a una microcomunidad de un simple edificio con amenidades no es una lista de servicios, sino la capacidad de activar y sostener vínculos. El diseño de la vivienda, la calidad constructiva y la infraestructura son condiciones necesarias; la verdadera diferencia aparece cuando existe una estrategia sostenida de gestión —gobernanza, mantenimiento, programación de espacios y vida colectiva— que convierte los espacios comunes en catalizadores de interacción. En zonas de alto valor, esta activación es la variable que reduce la vacancia, acelera la comercialización y, por ende, protege el retorno de quienes invierten.
Existen enclaves urbanos consolidados cuya propuesta de valor no reside en la promesa de conectividad futura sino en una realidad ya probada: infraestructura, servicios, empleo y prestigio. Insertar microcomunidades en estas zonas significa ofrecer a generaciones más jóvenes y a profesionales la posibilidad de permanecer dentro de ese ecosistema que conocen o en el que se han desarrollado—con un ticket de entrada más accesible que una casa en lote grande— sin renunciar al estilo de vida que les ofrece ese entorno. Esa es la lógica que guía a desarrollos verticales que emergen en esas colonias de alto valor y que buscan mantener en la zona a quienes valoran su identidad y estatus, pero sin el costo y la sobrecarga de un terreno tradicional o vivienda horizontal.
La dinámica macroeconómica refuerza esta tendencia. El incremento en precios de vivienda, frente a salarios que crecen a ritmos mucho más lentos, amplía la brecha de acceso y fortalece el mercado de renta. En ese contexto, comprar en etapas tempranas de desarrollos de calidad puede representar una oportunidad real de plusvalía y valor, especialmente si los costos de reposición aún no se han trasladado al precio.
Pero el argumento no es solo financiero. Para quienes habitan estas microcomunidades, vivir en un proyecto bien diseñado y gestionado implica beneficios tangibles: mayor sensación de seguridad, acceso a espacios que facilitan la interacción, oportunidades de esparcimiento y redes de apoyo que mitigan la soledad urbana. En otras palabras: la activación comunitaria es inversión en calidad de vida, no solo en retorno económico La plusvalía no se fabrica únicamente con muros y fachadas; se protege con gestión continua de las comunidades.
El perfil del comprador e inversionista ha cambiado. El downsizing dejó de ser sinónimo de renuncia y se convierte en estrategia: menos metros, mejor ubicación y mayor calidad de vida. Los inversionistas son más sofisticados —desde particulares hasta fondos institucionales— y exigen métricas claras: tasas de ocupación, tiempos promedio de rotación y costos operativos. Esta doble dimensión —valor para inversores y valor para residentes— es la que orienta la estrategia de proyectos que logran consolidar un ciclo virtuoso donde la experiencia de vivir fomenta una demanda sostenida.
En zonas consolidadas como Santa Fe y Bosques la ecuación funciona porque partimos de una ventaja de infraestructura y servicios; la tarea es aprovecharla para crear microcomunidades que sean, simultáneamente, bienes líquidos para el mercado y lugares habitables y codiciados para las personas. Hoy en día, no basta con ofrecer amenidades: hay que activar conversaciones y garantizar que los espacios comunes funcionen en la vida cotidiana a través del tiempo: son una invitación a pensar la ciudad como un proyecto colectivo en el que el valor económico y el valor social no sólo conviven, sino se retroalimentan.
*Enrique Téllez
Director de Desarrolladora del Parque









