Por Javier Jileta*
Una sociedad vive principalmente de dos circuitos de replicación: el económico, para subsistir, y el social para reproducirse. En una situación como la actual, ambos circuitos de funcionamiento están interrumpidos en mayor o menor medida. México es un país donde 56.7% (Inegi-12/20) se empleó de manera informal, y donde el 22.5% de nuestro PIB se genera de manera informal… aunque el punto crucial es que México, a diferencia de otros países en vías de desarrollo, es un país altamente urbano: 80%. Esto nos lleva a que la reflexión del replanteamiento de operación de nuestra sociedad requiera comenzar en las ciudades.
La Ciudad de México tiene una tradición de siglos de diálogo para la construcción de instituciones, algunas más liberales y/o conservadoras, según la época. La realidad actual nos lleva a atender lo impostergable: replantear qué queremos como sociedad en nuestra ciudad. Dicho replanteamiento bien puede llevar a una reinterpretación nacional de los equilibrios sociales, económicos y políticos. Pero, ¿dónde empezar?
La urbanidad es la manifestación de una gran intensidad de interacciones humanas en un espacio concentrado. Es decir, una urbe es ese espacio donde a través de estas interacciones se generan acuerdos, y estos acuerdos se manifiestan en la construcción física de la ciudad. ¿Cuáles pudieran ser esos acuerdos mínimos basados en la enorme solidaridad histórica que ha tenido la Ciudad de México? Garantías urbanas mínimas: Agua/sanidad, salud universal, vivienda y trabajo remunerado.
Quizá la última parezca un tanto obvia, aunque en estos tiempos no lo es. Las contracciones globales económicas nos muestran que nuestros empleos como medio de subsistencia están por reducirse, según propias estimaciones de organismos internacionales, así como las mediciones del PIB. Un ejemplo sería el caso francés, que cuenta con reducciones de más del 20% durante el trimestre pasado. Generar las condiciones para que quienes puedan operar y quienes quieran hacerlo lo hagan no es una tarea sólo del Estado o de los privados, sino de un mecanismo conjunto que garantice la seguridad sanitaria, el cumplimiento de contratos con contrapartes internacionales, aunado a que se propicie el clima positivo de negocios para mantener las inversiones que tenemos. Es por eso que cuestionar la operación actual y pensar en su simplificación desde una perspectiva impositiva hasta en términos de priorizar la protección al empleo colectivo más allá del individual es razón de supervivencia de la propia urbanidad.
De forma paralela, el acceso a agua potable, así como a servicios relacionados con la sanidad (drenaje, recolección de basura y equipo de protección personal sanitario), resulta necesario para seguir operando. No hay que perder de vista las altas concentraciones de COVID19 en heces fecales y cómo en México todavía hay zonas que tienen drenajes abiertos y espacios sin suficiente agua para hacer funcionar sistemas sanitarios. Garantizar estos servicios básicos permitirá reducir un vector clave para la propagación de la pandemia.
Finalmente, y el más interesante de todos, es el aprovechamiento en un solo sistema de salud universal para las ciudades. Tomando en cuenta los ejemplos de tecnología de servicios como Uber, Airbnb y otras plataformas, es posible redimensionar cómo pudiera operar el sistema de salud público. La homologación de protocolos, capacidades, especialización de la planta física ya instalada, personal de alta especialidad, nos permitirá tener sistemas de mayor capacidad. Hago hincapié en la capacidad y no en el ahorro de recursos; en estos momentos es más importante contar con la capacidad que con la eficiencia de proveeduría. No que no se pueda, pero sí tenemos que priorizar. Es decir, sería primero ampliar y optimizar capacidades y después minimizar costos a través de esquemas de cooperación global. Un modelo muy parecido a la proveeduría que beneficia a México desde China.
En términos del espíritu de generar una sola red de seguridad sanitaria pública, basta ver los casos de países europeos, donde el ahorro no sólo es en términos de recursos, sino en que la población se siente respaldada y protegida por su gobierno/Estado. Este efecto en las contingencias de gastos, en los que las familias tienen que hacer frente cada vez que tienen un incidente de salud, genera costos en el agregado de la economía y de la dignidad humana de los mexicanos. Es por esto que no sólo se trata del bolsillo del Estado y los mexicanos, sino de generar las condiciones para que en algo tan básico como una deshidratación de un niño, hasta algo tan complejo y mítico como es el tratamiento de COVID19, podamos sentirnos protegidos.
Quizá como corolario: el Estado mexicano tiene la capacidad de replantearse hoy más que nunca. Desde la oportunidad que ha sido tener un gobierno dispuesto a cuestionar lo que se le entregó, hasta la actual crisis de COVID19, se pone de manifiesto la necesidad de actuar juntos en consonancia Estado, academia, sector privado y sociedad civil. Sólo a través de mostrar que esto es posible, y quizá por la magnitud de la hecatombe del COVID19, será posible rediseñar de manera urgente estas garantías mínimas que nos den esperanza y recobrar la dignidad del ciudadano urbano.
* Javier Jileta es licenciado en Economía por el ITAM y cuenta con una maestría en Planeación y Desarrollo Urbano, así como estudios doctorales sobre Economía Urbana y Marcas País por la University College London. Actualmente es Director General de Vinculación en la Subsecretaría para Asuntos Multilaterales y Derechos Humanos de la SRE.