-¡Déjenme bajar, déjenme bajar!- gritó un colega reportero, bastante veterano, cuando el camión en el que veníamos de Cuernavaca comenzó a moverse, tan violentamente que parecía que se iba a voltear sobre Calzada de Tlalpan.
-¡No sea idiota! ¿Para qué se baja, para que lo atropellen?- le gritó otro reportero, que trataba de mantenerse de pie, mientras veíamos por la ventana cómo la gente salía a la calle al ritmo de la alarma sísmica que se escuchaba por el los altavoces de la Secretaría de Seguridad Pública.
Un par de minutos antes habíamos pasado por el multifamiliar de Tlalpan, después supe que se cayó por el sismo del 19 de setiembre. En la comodidad del asiento del camión de turismo todo era tranquilidad, dejé mi libro y escuchaba música, platicaba con los amigos de la oficina por WhatsApp, ninguna conversación profunda, puro chisme.
Pasado el movimiento con cada descubrimiento de edificios afectados nos empezamos a dar cuenta de los daños que había, la comunicación se interrumpió, perdí contacto con mis amigos, no entraba la señal de celular ni a los números fijos, aunque los mensajes por Facebook parecían funcionar sin problema, de hecho por ahí me escribió una prima que vive en Canadá y un tío de Puerto Escondido.
Aunque el plan original es que nos dejaran en General Anaya, el chofer se compadeció de nosotros y nos dejó en Chabacano. Calzada de Tlalpan se convirtió en un estacionamiento hacia el Centro Histórico, no permitían la entrada al Metro, comencé a caminar con la idea que pues después de unos minutos se restablecería el servicio.
Sólo avance dos cuadras cuando la policía ya no dejó caminar sobre Tlalpan. Saqué la cámara de fotos y empecé a tomar algunas imágenes. Recordé lo que me dijo una amiga: “Es que la prensa estamos bien tontos. Escuchamos una explosión y en lugar de correr para el otro lado, vamos a ver qué pasó”.
Por lo que en lugar de buscar camino a casa, fui a ver por qué no nos dejaban pasar, hasta que vi el edificio de oficinas del ISSSTE que había colapsado de una de sus esquinas, un piso despareció por completo. Seguí caminando, cientos de personas hacían lo mismo, paraban camionetas particulares y pedían aventón.
Otros comentaban cómo sintieron que se les movió el piso; otros no podían contener en llanto y pedían a los demás que les dejaran hacer una llamada a sus familiares; otros bromeaban entre ellos, quizá para liberar la tensión. De repente empezaron a entrar de nuevo los mensajes de WhatsApp, los amigos de la oficina estaban bien, pero bien asustados.
Caminé y llegué al Zócalo, muchos de los trabajadores del gobierno de la Ciudad de México seguían afuera, agrupados por oficinas, con letreros que indicaban la dependencia a la que pertenecen, después de un rato comenzaron a entrar.
Una amiga que vive en España me escribió un poco angustiada, no localizaba a su hermana, me pasó su número de teléfono para ver si corría con mejor suerte y la podía encontrar. Después de varios minutos pude hablar a casa, mi hermano estaba bien, le dije que si volvían a llamar mis papás les dijera que no me pasó nada.
En el cruce de Eje Central y Avenida Juárez encontré a la amiga de un amigo, que conocí en un local de comida oaxaqueña en la calle de San Luis Potosí, que a los pocos días, a través de sus redes sociales anunciaron su cierre por daños en el edificio. Caminamos juntos por la Alameda Central, había muchos edificios acordonados, que por el abandono no se podía saber con exactitud si sus fachadas rotas eran por el sismo o el paso de los años.
Cuando llegué al Monumento a la Revolución me senté un rato, el ambiente no se notaba tenso, en el aire no estaba la brisa de la tragedia. Pude contactar a la hermana de mi amiga, estaba bien; localicé a mi mamá, sólo estaba muy asustada porque por un momento creyó que su trabajo se iba a caer, pero nada más.
Un puesto de tacos tenían las noticias en la televisión, hasta ese momento sólo se hablaba de al menos seis edificios colapsados, así como de 4 personas muertas. Por lo que no me perturbé demasiado, poco a poco los amigos avisaban que ya estaban en casa, otro motivo para estar tranquilo.
Hasta que llegué a casa, casi a las cinco de la tarde, empecé a tener más claro el tamaño de la tragedia, de los edificios caídos, de los trabajos de rescate. Con todo y el cansancio me armé de valor y llevé algunos víveres al centro de acopio cercano al edificio que se cayó en Lindavista, aunque nada más tenía contemplado hacer eso, me resultó como inmoral no quedarme a ayudar y ahí estuve un buen rato.
Fue sorprendente la cantidad de gente que fue, que estaba organizada por ella misma, que designó las áreas para poner el agua, las medicinas, la comida, la ropa. Ojalá la misma organización siga para los días que vienen.