Por Francisco L-Roldan.
Reconozco que una de las cosas que más me llamaba la atención, en los años en que estuve viviendo en México, concretamente en la ciudad de Monterrey, es lo sustentable que, según el discurso oficial, era o que iba a ser todo.
Aquello era una maravilla. No había obra, por pequeña que fuera, ya se tratara de la peatonalización de una calle céntrica, o de un nuevo fraccionamiento en la periferia, que no fuera referente y ejemplo de sustentabilidad.
Acostumbrado, como estoy, a la realidad urbana de otro continente, que poco tiene que ver en este aspecto con el americano, ese discurso de la “sustentabilidad”, me despertaba siempre una malévola sonrisa e inevitablemente me traía a la mente, cada vez que lo escuchaba, ese sabio refrán de: “dime de qué presumes y te diré de qué careces” … Pero ¡claro! es que yo venía de un lugar en el que nadie, o casi nadie, habla de sustentabilidad (o sostenibilidad, como la llaman aquí). Es más, la mayoría de la gente, ni sabe que es eso de la “sostenibilidad” aunque la practiquen a diario. Y tampoco, salvo que se haya liado muy gorda, se dedica la mitad de los informativos locales, a dar noticias relacionadas con el tráfico urbano: corte de vias por obras, accidentes, atorones, porque ese es un tema menor, prácticamente irrelevante.
Referentes mundiales de sustentabilidad mexicanos, como la peatonalización de una calle céntrica, llevan cuarenta años de retraso, con las primeras peatonalizaciones, no de una calle, sino de buena parte cuando no de la totalidad de los cascos viejos y centros históricos de las ciudades europeas y en lugar de la muy discutible sustentabilidad de tipologías de vivienda unifamiliar en esos guetos que llaman fraccionamientos o colonias, en las que se sigue despilfarrando el suelo a ex puertas y en las que, la inexistencia de un comercio de proximidad, de colegios y oficinas, obliga a una movilidad motorizada nada sustentable, aquí se construyen bloques de vivienda colectiva con bajos comerciales, de acuerdo con el planeamiento urbanístico y normativa vigente y tras el correspondiente y preceptivo estudio de impacto ambiental. También se aplican reglamentos y códigos técnicos que obligan a no superar determinados límites de transmitancia energética de la envolvente del edificio, haciendo obligatorio el aislamientos térmico de esta, para reducir los consumos derivados de la climatización. A la eficiencia energética de equipos e instalaciones, que deben contar con los correspondientes certificados y someterse a controles y revisiones periódicas que lo demuestren. O a la producción de buena parte del AGS (Agua Caliente Sanitaria) del edificio, mediante placas termo solares instaladas en terrazas o cubierta.
¡Pero en fin!… No es mi intención sacar aquí los colores a nadie, sino reflexionar sobre el porqué de ese discurso tan sustentable, sobre el papel, con el que se les llena la boca a los políticos y comentaristas, en un país cuyo desarrollo urbano y estilo de vida es, de hecho, ejemplo de todo lo contrario: México, ha duplicado su población en los últimos treinta años, mientras en el mismo periodo de tiempo, la mancha urbana de sus principales ciudades se ha multiplicado por seis y ciudades como Monterrey, que con su área metropolitana cuenta ya con más de cuatro millones y medio de habitantes, tiene un parque móvil de más de dos millones de vehículos – el doble de los que tiene Madrid, con más de cinco millones de habitantes – vehículos que, diariamente, queman en sus desplazamientos, más de siete millones de litros de gasolina.
Obviamente, México es un país rico. Hay que serlo para vivir así, con el coste que tiene mantener unas redes e infraestructuras cada día más extensas y los costes derivados de las externalidades inducidas por la motorización, las cuales en su mayor parte: enfermedades, accidentes, horas de productividad perdidas en desplazamientos y atorones, cambio climático…etc. las termina pagando la Seguridad Social, las instituciones, empresas, compañías de seguros y ciudadanos en general, es decir, la sociedad mexicana en su conjunto. No los conductores en exclusiva, que son los que las producen.
Pero volviendo al insustentable discurso de la sustentabilidad… ¿A qué se debe esa obsesión por intentar convencer a la gente, de lo sustentable que es toda esa falacia? Yo, particularmente, cada vez estoy más convencido de que ese discurso funciona, en realidad, como un placebo. Sirve para calmar la conciencia, para narcotizar a una sociedad que no va a cambiar, seguramente porque no puede, con la urgencia y rapidez con la que debería hacerlo…
Por supuesto, el país cambiará (¡a la fuerza ahorcan!) pero lo hará a remolque, tarde, mal y a un coste muy alto. De hecho, los cambios no empezarán a ser sustanciales y profundos, hasta que no se produzca el paulatino relevo generacional, porque la generación que ahora está al mando, no es capaz ya – ni lo será nunca – de vivir de otra manera.
Lo sé. No es nada optimista ni esperanzador lo que estoy diciendo. Pero yo, al contrario que los demagogos de la sustentabilidad, no quiero engañarle a Ud., amable lector o lectora, con bonitos discursos en los que no creo. Soy de los que prefiere decir la verdad, aunque duela.
Las ciudades no cambian si no cambian los ciudadanos que las habitan. Si durante más de medio siglo, se ha estado convenciendo a los mexicanos, generación tras generación, de que deben aspirar a vivir como su vecino del norte: en viviendas unifamiliares, en barrios o colonias cerrados o vigilados, con el colegio, la oficina y el centro comercial a unos cuantos km. de casa y que la manera de moverse (la única posible en este caso) es en su propio carro particular, cuya marca y modelo, se convierte además en reflejo de las aspiraciones, el estatus y poderío de su propietario, nadie en su sano juicio debería esperar que eso vaya a cambiar en un periodo mucho más breve de tiempo. Y si ese estilo de vida no cambia, las ciudades tampoco lo harán, porque las ciudades – no lo olvidemos – se hacen y se adaptan a las necesidades de sus habitantes. No al revés.
En México, se seguirán construyendo fraccionamientos que destruirán el campo, sin crear ciudad, porque la mayoría de los mexicanos, sigue prefiriendo vivir a ras de suelo, con un pequeño jadincito, antes que en un apartamento con una buena terraza. Se seguirán vendiendo cada vez más coches, aunque gracias a Trump y su estúpido proteccionismo, no sean tantos Fords, como Toyotas y Volskwagen Y la diversión del “fin-de” seguirá consistiendo en ir al “mall” a consumir, ya sea cine y palomitas o un café en el Starbucks, el Oxxo, el Seven-eleven, u otra cualquiera de las cadenas que, a efectos comerciales, se han repartido el país, en lugar de ir a patinar o a andar en bicicleta por una de las inexistentes ciclovías, a jugar o a pasear por un parque, sentarse en una terracita a la sombra de un toldo en cualquier paseo o alameda, o sencillamente, caminar viendo tiendas y escaparates por una calle, en la que hacerlo no sea, como ahora, un deporte de riesgo y aventura.
Desengañese. La generación que ahora gobierna, no va a cambiar. Seguirá dependiendo del carro, adicta a la gasolina y sensible al precio de esa sustancia vital, que le permite moverse. Seguirá viviendo en guetos, segregada, temerosa, rodeada de sus iguales y separada por muros de los diferentes, mientras se envuelve en la bandera y protesta indignada por el muro que Donald Trump quiere construir en la frontera, sin reparar en los miles de kilómetros de vallas y muros, que dividen, fragmentan y disgregan las ciudades de su propio país. Seguirá asumiendo estoicamente, como algo inevitable, los costes derivados de ese estilo de vida opulento y despilfarrador, para el que fue educada, en el que lo público debe ser privatizado para que “funcione”, pues las administraciones públicas son incapaces de garantizar su buen funcionamiento y en el que lo importante es poseer más que compartir y competir antes que colaborar.
No hace falta ser adivino para darse cuenta de que tendrá que cambiar la sociedad mexicana. Tendrá que asumir el mando y la toma de decisiones una generación nueva, distinta, que haya viajado y visto como se vive en otras ciudades y en otros continentes, que haya sufrido las consecuencias del despilfarro y la deuda que le dejarán sus mayores, que viva en sus propias carnes las consecuencias del cambio climático, para que más allá de pequeñas reformas cosméticas, como la tímida peatonalización de alguna que otra calle, empiecen de verdad, a cambiar las cosas.
Entre tanto, el discurso político y mediático de la sustentabilidad, el “postureo” sustentable, seguirá funcionando como lo que es: un placebo. En tiempos de “posteverdad” como los actuales, hablar de lo sustentable que es, o va a ser todo, sirve para tranquilizar las conciencias de quienes no van a cambiar, porque no están dispuestos, ni seguramente pueden a estas alturas de su vida, hacer el esfuerzo de adaptación, que el cambio real hacia la sustentabilidad les exigiría.
Como dice el refrán: “Dime de que presumes…
Francisco L-Roldan. Soy Francisco, o Patxi, como prefieras. Arquitecto. Licenciado por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura del País Vasco (U.P.V.) También soy técnico superior en prevención de riesgos laborales y autor de diversos proyectos. La civilización reside en la civitas (ciudad). Cuando la ciudad, cuya esencia es el espacio publico, se degrada, solo queda la barbarie.
Twitter: @FrancoLRoldan