Por Carmen Contreras.*
Uno de los debates para la Reforma Política de la Ciudad de México se dio en 1997. Consistió en que el Distrito Federal dejara de ser un territorio sujeto a la federación. En 2014 la discusión versó sobre los gobiernos locales para que tuvieran su propia representación ciudadana en un concejo. De acuerdo a la Ley de Alcaldías (G.O.CDMX/04/05/2018), hoy son parte de la administración pública de la Ciudad de México y a la vez un nivel de gobierno sin autoridades intermedias entre estas y el poder Ejecutivo.
Más allá de su estatuto jurídico las alcaldías son los gobiernos con mayor cercanía con lo que pasa en la vida barrial. Por ello, las políticas públicas de bienestar social requieren formularse desde la experiencia locales en lo que se conoce como diseño “desde abajo”.
Uno de los instrumentos de política pública disponibles para los alcaldes y alcaldesas es la Ley de Desarrollo Social (G.O.CDMX 28/11/2016). Dicha Ley se sustenta en la Constitución local que concibe a la ciudad como expresión del interés común: el espacio público, la educación al alcance de la población, la salud con equidad de género, la universalidad de los apoyos a la tercera edad y la política pública de jóvenes articulada con la seguridad y la prevención. Esta es una perspectiva integral del desarrollo social o bienestar. Bajo este concepto hay una función social de la ciudad en donde la participación ciudadana, el manejo racional de los recursos naturales y la responsabilidad empresarial deben estar orientados hacia una distribución territorial justa de bienes y servicios.
Las alcaldías realizan sus tareas de desarrollo social (o bienestar) con los recursos públicos aprobados en el Congreso. De acuerdo a su capacidad de gestión administrativa y política podrán empatar el pulso de la diversidad organizativa, cultural y demográfica de un territorio con el diseño de un Programa Operativo Anual para ejercer el presupuesto que les permite hacer funcionar los servicios básicos desde una perspectiva de derechos. Me refiero a la distribución de agua, provisión y mantenimiento de alcantarillado, recolección de basura, alumbrado público, autorizaciones y permisos, estancias infantiles, centros culturales y deportivos.
En esta ruta hay muchos obstáculos como son las rencillas entre partidos políticos. Como ciudadanos no podemos ignorar este componente. La ciudad está en disputa y los recursos para el bienestar son una moneda de cambio entre cuatro actores: partidos, burocracias, liderazgos vecinales y nosotros, los comunes.
¿Cómo podemos involucrarnos los comunes en la vigilancia de la correcta aplicación de los recursos para el bienestar vía programas sociales y en el cumplimiento de la Ley antes durante y después de las campañas políticas? Sin duda conociendo las funciones de los gobiernos locales y de los representantes vecinales, así como las dispersiones de recursos que realizan las alcaldías para saber si estas corresponden a las necesidades de nuestro entorno.
Este es un tipo de participación ciudadana a prueba de funcionarios públicos que lucran con las necesidades sociales y es un contrapeso ante las élites de poder que en las alcaldías suelen afianzarse a través de relaciones familiares, empresariales o partidistas.
Una tarea que quedará para el siguiente gobierno de la Ciudad de México y los gobiernos locales será recuperar la función de la contraloría ciudadana específica para la vigilancia de la gestión de los recursos que permiten mejorar la calidad de vida y erradicar la pobreza urbana como son las dispersiones para poblaciones consideradas como “vulnerables” como son las mujeres, las personas adultas mayores, las y los jóvenes, niñas y niños.
Sin embargo, antes de fortalecer las contralorías ciudadanas, -que hoy están en las manos del partido hegemónico en el Congreso-, es urgente rediseñar la oferta de programas sociales con los datos de las evaluaciones de su efectividad durante este sexenio y trascender la idea de que los programas sociales son “ayudas” asistencialistas en un sistema o catálogo de servicios a otorgar, en donde lo que importa es la cantidad de “beneficiarios” y no la calidad. Están en juego las posibilidades para superar una condición social, la creación y fortalecimiento de instituciones sin paternalismo y dependencia.
Y todavía más: el monitoreo, la evaluación y la publicidad del diseño de reglas de operación de los programas de bienestar que se han olvidado por esta administración son componentes de la gestión pública que se deberán reformular también desde abajo, con los recursos tecnológicos que hoy permiten monitorear cuando, cómo, dónde y quiénes distribuyen los recursos públicos que deben ser asignados a las personas con menores oportunidades de movilidad social. Este es un camino para recuperar la confianza institucional tan desacreditada hoy en día por la entrega de juguetes, despensas, becas, microcréditos, útiles escolares, créditos para vivienda social y hasta boletos para espectáculos públicos en una guerra sin fin entre alcaldías y gobierno central.
*Carmen Contreras
Directora de Perspectivas de IG y Consultora en Desarrollo Urbano con Perspectiva de Género