Hace dos años inicié algo que sabía sería importante en mi vida: empecé a estudiar una maestría. No estaba segura para qué y no lo inicié porque realmente quisiera, la inicié porque alguien se ofreció a pagarla (oportunidad que sé que muchos quisieran poder tener, así que me sentí obligada a aceptar), además de que estaba pasando por una ligera depresión porque llevaba casi un año de haber terminado la carrera y de no lograr encontrar un empleo (si, fui a muchísimas entrevistas) y también estaba intentando superar un duelo.
Quería ocuparme en algo y dejar de sentir que estaba de ‘nini’ e inútil en la vida, así que dije: ok, volveré a la escuela.
El primer semestre no estuvo tan mal, pues era un diplomado de Marketing, algo que si me gusta, el problema vino después, cuando llegaron las materias de finanzas, derecho, administración… volví a comprobar mi odio por muchos temas.
No es que no tuviera planeado seguir estudiando, pero dicen que la maestría surge del trabajo, la eliges ya que llevas cierto camino laboral recorrido, cuando ya conoces ciertos aspectos del ámbito y del sector en el que te desenvuelves, las áreas que existen y el provecho que puedes sacarles, cuando estás decidido de hacia dónde te dirigirás.
Yo no tenía nada de eso. Tenía una idea sobre lo que quería hacer, pero no estaba lista para volver a la escuela y dar mi mayor esfuerzo por otros dos años sino tenía un rumbo fijo.
Realmente estaba pasando por un momento en mi vida de mucha confusión y ya estaba bastante desesperada. Comencé la escuela sin mucha convicción, si, me sentí un poco menos inútil, pero fueron dos años de desvelos, desmañanadas, de sacrificar otras cosas porque tenía que hacer tarea, coraje y hasta lágrimas porque sabía que estaba en un camino equivocado.
Mis compañeros iban con mucho entusiasmo (pese a que sus desvelos eran mayores porque todos ya trabajaban y yo lo hice hasta el último semestre) y hablaban de la maestría con mucha ilusión. Yo no, hablar de eso me ponía de malas, incluso lo mantuve casi como secreto durante el primer año.
Cuando terminé la carrera y presenté mi proyecto de investigación me sentí muy feliz, sentía que esos cuatro años de esfuerzo habían valido la pena y estaba muy orgullosa por haberlo hecho bien; ahora, luego de dos años algo complicados terminé algo que muchas veces tuve ganas de abandonar, pero aun no estoy muy segura de si debo estar orgullosa o no, si tengo derecho a festejar y presumirlo o seguir con la misma línea de que no es algo tan especial.
Supongo que en toda esta experiencia me ayudará (eso me dicen todos), pues sé que fue una buena oportunidad, pero también se que no era el momento para mí.
De lo que si estoy segura es que estoy feliz porque ¡ya no habrá más tareas! Y ¡tengo de vuelta mis fines de semana! Además, se ha convertido en una buena motivación de seguir estudiando, pero ahora algo que si me guste, obvio para nivelar situación.