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Políticamente Incorrecto

Hablemos de Urbanismo |

Por Francisco López-Roldán.

Discutiendo el otro día con un amigo, defensor a ultranza de la “vecinocracia”, es decir, de someter a debate y consulta pública para que la gente decida sobre cualquier propuesta de obra o reforma urbana, me vino a la mente aquella magnífica película de Visconti “El Gatopardo” y la famosa frase del Príncipe Fabritzio Salina, interpretado por Burt Lancaster: “Todo tiene que cambiar para que nada cambie”.

Y es que, no se me ocurre un invento más genial y maravilloso que ese populismo demagógico, defensor apasionado del empoderamiento ciudadano, para descargar a los políticos de las responsabilidades y obligaciones que les molestan. Los ciudadanos, elegimos a nuestros representantes, para que gobiernen, es decir, para que tomen decisiones y asuman responsabilidades. No para que las eludan y se escapen, descargando la toma de estas sobre quienes ya tenemos bastante con nuestras propias obligaciones y responsabilidades particulares. Pero gracias al empoderamiento ciudadano y, sin que nos demos cuenta, a la vez que nuestros próceres demuestran lo demócratas que son, descargan su obligación de tomar deciciones y asumir responsabilidades, sobre nuestros hombros.

Si lo pensamos bien, es brillante.

Del mismo modo que para conseguir que no salga adelante un proyecto – o para que se convierta en una caricatura de lo que debería haber sido, llena de parches, recortes y remiendos sobrevendios, destinados a contentar a unos y a otros, demostrando a su vez el “sincero” interés de la administración por impulsarlo, es convocar un concurso… En cuanto se falle el resultado, tendremos la polémica servida y alimentada por los mismos concursantes que, contrariados por la decision del jurado, serán los primeros en sacar a la luz las carencias y defectos de la propuesta ganadora… Del mismo modo, como digo, que los concursos, la mayoría de las veces sirven para empantanar, ralentizar y desnaturalizar las obras, cuando queramos que las cosas a nivel urbano no cambien, o cambien sólo cosmética y superficialmente, es decir, que cambien poco, lo justo para que parezca que se hace algo por cambiar, pero sin cambiar de verdad, lo mejor es empoderar a la ciudadanía para que tome decisiones, manejando unas pocas variables, con escasos – o nulos – conocimientos, anteponiendo siempre los intereses particulares de cada cual sobre el interés común y movida (así es la naturaleza humana), no por la razón que pocas veces guia nuestros actos, sino por sentimientos primarios como el miedo, la envidia o la codicia, fácilmente inflamables y manipulables por los lideres más exaltados, demagógicos y populistas con los que cuente el grupo.

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Y es que cuando dejamos la toma de decisiones técnicas en manos de profanos, podemos estar seguros de tres cosas:

1º.- La decisión será irracional.

Como hoy en día saben los estudiosos del comportamiento humano – hay infinidad de estudios que lo demuestran – la toma de decisiones, no la hacemos nunca, o casi nunca, con criterios de fría eficiencia y racionalidad. Si actuáramos racionalmente, no habría burbujas financieras y la gente ahorraría en lugar de endeudarse. La realidad, es que las decisiones, las tomamos, simplificando y reduciendo al máximo las variables, en base a emociones y sentimientos. Y las emociones y los sentimientos, son fáciles de manipular por grupos de presión que, no nos engañemos, responden a sus propios intereses.

En un grupo serán, por lo general, los más radicalizados (reales o impostados) que, por su misma condición, no albergan dudas y tienen, por tanto, las ideas más claras que nadie, arrastrando tras de si a los indecisos, así como los más demagogos, populistas y oportunistas y no los más templados, sensatos y racionales, los que terminarán llevándose el gato al agua.

2º.- Será la más conservadora y descafeinada de las posibles.

Tras mucho discutir y mucho irse por las ramas, al final, el miedo y el desconocimiento, impedirán ir más allá de la seguridad que brinda lo ya conocido. Y es que, lo reconozcamos o no, nuestra tendencia natural siempre será la de «más vale malo conocido, que bueno por conocer» Buscamos certezas, seguridades. Estamos programados para ello. Y eso nos frena a la hora de tomar decisiones que impliquen riesgos.

Lo desconocido nos asusta y cuando el desconocimiento es grande, el miedo también lo es. A una persona que toda su vida ha vivido en un fraccionamiento de N.L. por poner un ejemplo, moviéndose en coche, sin otro comercio de proximidad que el Oxxo de turno, al que aunque esté a 50 m. de su casa también irá en coche y que lo más lejos que ha llegado en su vida es a McAllen, si es que alguna vez ha salido del lugar en el que todo el mundo hace lo mismo y vive de la misma manera que ella, es muy difícil convencerle de que hay vida más allá de Dallas. Una vida distinta y que merece la pena conocer. Que, por el bien de todos – ella la primera – lo mejor es que, puesto que vive en una ciudad y no en un ejido o una aldea, lo haga en un apartamento en altura, que vaya a hacer la compra, o a llevar los niños al colegio andando y que utilice el transporte público o incluso la bici, en lugar del automóvil.

No es fácil cambiar de estilo de vida. De hecho, cuesta un esfuerzo enorme hacerlo. La resistencia de un “carro adicto” a dejar el coche, es similar a la que pueda presentar un adicto al tabaco o al alcohol a dejar esas sustancias. Esos cambios de hábitos y estilos de vida insanos, llevan años y exigen unos sacrificios y una fuerza de voluntad enorme. A efectos urbanos, esa «desprogramación» basada en estímulos tanto positivos como negativos, requiere auténtica planificación e ingeniería social. Unos tiempos y unos costes (costes políticos más que económicos) muy grandes, que ningún político está dispuesto a asumir. Por ello, en lugar de enfrentarse a la incomprensión, el rechazo y la hostilidad inicial del votante, es mucho mejor «empoderarle» para que decida sobre pequeños cambios y reformas que no le obliguen a cambiar de estilo de vida y a enfrentarse con ello a los que, por un lado se comprometen de boquilla con la Comunidad internacional, en cumbres como la de Paris, a frenar el cambio climático, conscientes además, de los terribles y crecientes costes que implican – para sus sistemas de protección social en primer lugar – las externalidades derivadas de la motorización de las grandes urbes y por el otro, no hacen absolutamente nada, más bien hacen todo lo contrario, para cumplir con sus compromisos o para velar por la salud de sus poblaciones.vecinocracia-dos

Hace más de treinta años, al menos en Europa, eso no eran así. En el caso de los responsables municipales, y apoyados por sus técnicos y urbanistas, se embarcaron en los primeros proyectos de peatonalización de los cascos viejos de sus ciudades. Y lo hicieron sin contar para nada con la opinión de vecinos y comerciantes, pues no había otro modo de conseguirlo que asumir y tratar de encauzar el rechazo inicial. Por supuesto, se escuchó y se trató de convencer a la sociedad de las bondades de dichas peatonalizaciones. Los afectados pudieron opinar, pero no decidir. Fueron los políticos los que asumieron la responsabilidad – y el coste – de esas decisiones frente a la oposición y rechazo generalizado que inicialmente tuvieron.

Pero aquellos políticos, eran de otra pasta. No habían descubierto, como los actuales, los beneficios del empoderamiento. Ese gran invento para descargan la responsabilidad sobre decisiones tan impopulares, como populistas, en la ciudadanía. Así no se queman y pueden demostrarnos de paso, lo “demócratas” (y lo cobardes y lo irresponsables) que son.

3º.- La decisión será mala. O, cuando menos, no será la más rentable y eficiente.

Será un apaño. Un parche. Un Frankenstein. La consecuencia del equilibrio de intereses particulares, inmediatos o cortoplacistas, al que lleguen unos y otros.

Lo único que pone el interés general, el bien común, por encima de los intereses particulares, son las Leyes, cuando están bien hechas. Y quien hace valer ese interés general por encima de los intereses y egoismos particulares – el interés que defienden las leyes – son las instituciones públicas y los técnicos y profesionales que para ellas trabajan.

Son los técnicos, por tanto, cuando no están a sueldo de ninguna empresa particular, ni de ningún colectivo o grupo de presión, los únicos que actúan, además de con conocimiento, con independencia, anteponiendo el bien común, a los intereses particulares de las partes. Son los únicos con capacidad para responder con neutralidad e imparcialidad, como lo haría un juez o árbitro en un partido y de mirar más allá. De valorar y poner por encima del interés inmediato de las partes, las consecuencias a medio y largo plazo, así como sobre las futuras generaciones – el beneficio común – de una decisión u otra. Los únicos que darán importancia a muchas y complejas variables, irrelevantes o desconocidas para la mayoría, como son la relación entre el coste de las obras y la población a la que beneficia (rentabilidad social) los futuros costes de mantenimiento y reposición de la intervención, el impacto social y ambiental, la financiación, el plan de etapas, los plazos, afecciones y servidumbres a que obliga, los retornos indirectos para la sociedad de la inversión…etc.

Podemos estar seguros, que si sometemos a la voluntad popular todas las decisiones relacionadas con el desarrollo y planeamiento urbano, las ciudades del futuro, no tendrán vertederos, incineradoras, cárceles, psiquiátricos, o aeropuertos ya que, nadie en su sano juicio, quiere vivir cerca de uno.

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Pero ejercer el poder mancha y desgasta. A veces hay que tomar decisiones impopulares, que implican un alto coste político y es mucho más fácil que esas decisiones desagradables e impopulares, las tome el pueblo. Así, los políticos no se desgastan, no se queman, no se manchan… Que parezca que se hacen cosas: consultas, debates, mucha cháchara y parloteo, que, en el mejor de los casos, llevará a pequeños cambios superficiales, cosméticos, para que, en el fondo, nada cambie. “Todo tiene que cambiar, para que nada cambie”

Ya sé que, a raíz de lo expuesto y llegado a este punto, Ud. amable lector, si aun sigue leyendo este artículo, habrá llegado a la conclusión de que soy una especie de monstruo. Un fascista, un intolerante y un reaccionario, que se opone con vehemencia, a algo tan natural, bueno y deseable, como que los ciudadanos, los vecinos de un barrio, la gente normal, opine sobre las decisiones que les afectan. Pero, contra lo que pueda parecer, nada más lejos de la realidad.

No niego que la gente deba participar, opinar y decidir sobre asuntos, como las obras y reformas urbanas, que les afectan de lleno. ¡Al contrario!. Me gustaría que participase y que se implicase, más incluso de lo que algunos (aun pocos) lo hacen, en la vida pública.

Lo que trato de decir, es que debe hacerlo con arreglo a la capacidad y el conocimiento del que dispone. No se trata de decidir sobre todo, sino sobre lo que más directamente nos afecta. La pregunta que hay que hacer al ciudadano normal y corriente, debe estar acotada y ser simple y clara, no abierta e imprecisa. Nunca debe ser del tipo: “que hacemos aquí?”, esa decisión compete a los técnicos, a los profesionales y en última instancia, a los políticos. La pregunta, en su caso, debería ser: «el parque, o la plaza, o la ludoteca – o lo que sea – que el municipio ha decidido hacer aquí, que lo hace para tí, ¿Cómo quieres que sea? ¿Qué crees que debe tener?» Los técnicos deben escuchar y atender las opiniones, solicitudes y propuestas de los vecinos. Tenerlas en cuenta y, con forme a ellas, elaborar tres o cuatro variantes del proyecto, presentarlas a exposición pública, explicando claramente los costes, las ventajas y los inconvenientes de cada una de ellas y, finalmente, someterlas a votación, para llevar a la práctica, la que mayor respaldo haya obtenido.

En resumen: consulta popular, si. Pero no sobre todo, ni sobre cualquier cosa. La decisión pública debe tomarse sobre asuntos específicos y concretos, previamente trabajados y acotados o “cocinados” por los profesionales, que son los que tienen los conocimientos para hacerlo y contando siempre con la aprobación de los políticos, que son a quienes los ciudadanos elegimos, para que tomen decisiones y asuman responsabilidades, no para que se laven las manos o escurran el bulto y que, por eso mismo, porque tienen responsabilidades y obligaciones, por Ley, cada tres o cuatro años, nos tienen que rendir cuentas a los ciudadanos sobre como y para qué han usado el «empoderamiento» que les dimos.

 

Francisco L-Roldan. Soy Francisco, o Patxi, como prefieras.  Arquitecto. Licenciado por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura del Pais Vasco (U.P.V.) También soy técnico superior en prevención de riesgos laborales y autor de diversos proyectos. La civilización reside en la civitas (ciudad). Cuando la ciudad, cuya esencia es el espacio publico, se degrada, solo queda la barbarie.

Twitter: @FrancoLRoldan

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