Por Carmen Contreras*
En todo espacio público de la Ciudad de México late un conflicto. Para Henri Lefebvre, uno de los teóricos del Derecho a la Ciudad, el conflicto en las ciudades nace en la vida cotidiana, en los círculos más cercanos de nuestra existencia. Pero la convivencia dista mucho de la armonía, es dispareja para acceder a los beneficios de la ciudad e implica una pugna constante entre quienes tienen poder (político-económico) y quienes buscan tenerlo.
Por otra parte los teóricos de la Ecología Humana vieron en el conflicto la disputa por el espacio público y sus recursos. En los barrios que estudiaron los sociólogos urbanos de la Escuela de Chicago las peleas entre grupos se daba por los recursos en el espacio público como el uso y aprovechamiento de las infraestructuras urbanas para el comercio o por el control de los espacios para tener foro y afianzar una identidad. En este “ecosistema” la ley y las normas no formales eran indispensables para que unos grupos no se impusieran sobre otros a través de la violencia. La película “Pandillas de Nueva York” (Martin Scorsese, 2002) ilustra esta dinámica control-confrontación-identidad en el espacio público.
Bajo la luz de la literatura, Ítalo Calvino complementa esta idea de las ciudades y sus espacios públicos en su maravilloso libro “Las Ciudades Invisibles”. No solo importa la disposición de los recursos tangibles o materiales en el conflicto. Las ciudades también son un conjunto de “memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos.”
Para mi las posiciones teóricas y la literaria de Calvino son útiles para leer “entre líneas” los conflictos como el que se presentó en la Alameda de Santa María La Ribera entre “sonideros” y las autoridades de la Alcaldía Cuauhtémoc.
Es innegable la capacidad organizativa y la estima que tienen los “sonideros” en la Ciudad de México que agregan un valor intangible a la Alameda de Santa María La Ribera. Dicho respaldo trasciende al barrio y encuentra el apoyo de comunidades externas y diversas. Primero, porque el baile es gozo y es parte de ese trueque de deseos y recuerdos de los que escribió Ítalo Calvino. En segundo lugar porque forman una de muchas identidades en la Ciudad de México: la de la cultura popular.
Además de esta perspectiva cultural están las necesidades de las y los usuarios del espacio público para ocuparlo. A veces sacando un beneficio monetario, en otras como un usufructo. Al final de cuentas es responsabilidad de la autoridad, en este caso de la Alcaldía Cuauhtémoc, poner orden entre estos intereses y al mismo tiempo garantizar derechos, en donde un derecho no es más importante que otro sino interdependientes: el derecho a una vida digna traducida en disfrute, recreación pero también en descanso y en condiciones para el cuidado de otros y del medio ambiente.
La diversidad de actores que comparten un mismo espacio público representa un desafío de convivencia para las autoridades locales electas democráticamente en este tiempo de discursos polarizantes en donde no existen los puntos medios. Sin embargo, un esfuerzo ciudadano y de la autoridad por conciliar intereses siempre es necesario antes de recurrir al uso de la violencia y cerrar con ella las posibilidades de coexistir entre diversos actores en las plazas, calles y parques. Se supone que los medios “racionales” como la concertación política son una característica de las ciudades democráticas.
Esta concertación es posible si no perdemos de vista que en la Ciudad de México los partidos políticos y sus estructuras burocráticas inciden en la ocupación del espacio público y son agentes intermediarios entre autoridades y otros actores como las empresas, los comerciantes, vecinos y vecinas, académicos, organizaciones sociales y gremiales. Por ello es necesario saber quién es quién en la disputa por el espacio público para encontrar las asimetrías de poder y que las intervenciones urbanas, legales, ambientales, sociales estén encaminadas a equilibrar ese poder, distribuir mejor los beneficios de una medida, programa o acción y garantizar un uso variado del espacio público.
En este sentido, no solo se trata de aplicar una ley como tabla rasa. La distensión del conflicto es posible con la cultura de la legalidad y esta se fomenta desde el convencimiento y la tolerancia a la diversidad. Por ello, una entrada a distintas expresiones artísticas en la La Alameda de Santa María La Ribera, un ordenamiento claro, -diseñado con la comunidad- para el uso de instalaciones de acuerdo a sus condiciones específicas de ubicación, comportamiento social, patrimonio artístico (para cuidar el Kiosco Morisco) no le vendría mal a la gestión de la Alcaldía y principalmente a sus vecinos.
*Carmen Contreras
Directora de Perspectivas de IG y Consultora en Desarrollo Urbano con
Perspectiva de Género